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Somerset Maugham: la infeliz honestidad
Graham Greene
1
“Un
escritor –declara Somerset Maugham en estas “Variaciones sobre algunos
temas españoles”–, no está hecho de un libro, sino de un cuerpo de obra.
Éste tendrá valor desigual; sus libros serán tentativos mientras
aprende la técnica y desarrolla sus capacidades; y si, como sucede a la
mayoría de los escritores, porque se trata de una ocupación saludable,
vive demasiado tiempo, su trabajo final mostrará un declive debido a los
años alcanzados, pero habrá un período en el que sacará adelante lo que
había para sacar adelante con la perfección de que él es capaz.” A éste
último período mencionado pertenece Don Fernando; es el mejor libro de Maugham.

Somerset Maugham.
Foto: Evening Standard |
Será un libro inesperado para quienes Maugham
significa en lo fundamental adulterio en China, asesinato en Malasia,
suicidio en los Mares del Sur, las coloridas historias violentas que
elevaron visiblemente el nivel de las revistas populares. Pero existe un
Maugham más importante que eso: el sagaz observador crítico humano de Pasteles y cerveza , de los mejores cuentos de Ashenden , del prefacio a los cuentos completos. La característica más evidente en estos libros y en Don Fernando es la honestidad. Ésta ha emergido lentamente del pasado cínico y romántico; hay pasajes en El temblor de una hoja y en El velo pintado que Maugham debió hallar agudamente vergonzosos para recordar, y es interesante ver en Don Fernando
que el extenso conocimiento de Maugham sobre literatura española se
acumuló cuando era joven, para proveer el material de una novela
romántica donjuanesca que nunca escribió. En vez de don Juan tenemos
entonces a don Fernando, el mesonero y comerciante de curiosidades que
forzó a Maugham a comprar involuntariamente una vieja vida de Ignacio de
Loyola, y es con esta vida que comienza su estudio de la vieja España.
Es singularmente picante
el contraste entre la opulencia del material (el fiero ascetismo de
Loyola y San Pedro de Alcántara, los ingenios de Lope de Vega, la
rivalidad de los novelistas picarescos, la comida y la arquitectura y
los pintores de España, la torva brillantez de la tierra caprina) y la
mente honesta de Maugham, carente de entusiasmo. No digo pedante ni
carente de imaginación. La honestidad es una forma de sensibilidad, y
usted necesita un oído muy sensible para detectar en las verbosas obras
de Calderón “vagamente audible, mientras sucede esto o aquello, los
siniestros tambores de poderes invisibles”. Uno pude sonreír con la idea
de Maugham haciendo uno de los “ejercicios espirituales” de Loyola y
encontrarlos extremadamente severos (“Pensé que iba a enfermar”), pero
es esa cualidad de experiencia honesta que hace su estilo tan vívido.
Tarragona tiene una
catedral que es gris y austera, muy sencilla, con inmensas columnas
severas, es como una fortaleza; un lugar de adoración para hombres
obstinados y crueles. La noche cae temprano en sus muros y entonces las
columnas en los pasillos parecen encogerse sobre sí mismas y la
oscuridad recubre los arcos góticos. Uno se aterroriza. Es como un
calabozo. Estuve ahí un lunes de Semana Santa, y un predicador daba un
sermón de Cuaresma desde el púlpito. Dos o tres focos desnudos lanzaban
una luz fría que cortaba como tijeras los perfiles de las columnas
contra la oscuridad… Cada iracunda frase florida era como un golpe y a
cada golpe seguía otro con viciosa insistencia. Del más apartado final
de la majestuosa iglesia, serpenteando entre las columnas y curveándose
alrededor de las aristas de los arcos, sobre la gran nave austera, y a
través de las naves laterales semejantes a mazmorras, la voz áspera y
regañona le perseguía a uno.
En la superficie, Don Fernando puede
ser discursivo; Maugham es a la vez crítico, turista, biógrafo (para
encontrar vidas cortas tan sagaces y divertidas uno debe marchar atrás
hasta Anthony à Wood y Aubrey), pero él marcha con firmeza hacia
adelante hasta la afirmación de su argumento principal: “Parece como si
toda la energía, toda la originalidad de esta raza vigorosa haya sido
dispuesta para un fin y sólo un fin, la creación del hombre. No es en el
arte en lo que sobresalen, sobresalen en lo que es más grande que el
arte; en el hombre.” A ese hombre Maugham rinde la más elevada justicia,
así sea en la obra de teatro de situaciones artificiales o en el marino
desconocido que, cuando el obispo armenio, mártir, le ruega por un
pasaje, responde: “Lo llevaré en mi barco, pero dígale que voy a navegar
el mar universal.”
2
Los cuentos cortos de
Somerset Maugham son tan conocidos que puede disculparse a un reseñista
que se ocupe primordialmente del prefacio que Maugham hizo para los
cuentos completos. Es un ensayo delicioso y “sensitivo” sobre el cuento
corto, y tanto más valioso porque representa un punto de vista no común a
muchos escritores ingleses. En los años recientes, los escritores
ingleses de cualquier mérito han seguido a Chéjov más que a Maupassant.
Maugham es un escritor de
gran deliberación incluso cuando su estilo es más descuidado (“boca
ardiente”, “desnudez del alma”, “boca como una herida escarlata”); él
nunca, siente uno, perderá la cabeza; tiene un punto de vista firme. La
banalidad de las frases que he señalado no indican abandono emocional;
más bien indican una cierta actitud de indiferencia hacia los detalles
de sus historias; la narrativa es algo que debe ponerse antes que
aparezca el punto de la anécdota, y Maugham se encuentra algunas veces
un poco aburrido en el proceso y fuera de práctica. Para Maugham la
anécdota es casi todo; la anécdota, y no los personajes, no la
“atmósfera”, no el estilo, es la responsable principal para transmitir
la actitud de Maugham; y es la anécdota, en contraste con el análisis
espiritual, Maupassant con Chéjov, lo que discute en su prefacio con
gran justicia para la escuela opuesta.
No conozco a nadie sino a
Chéjov que haya sido capaz de representar al espíritu en comunión con el
espíritu en forma tan vívida. Esto es lo que hace a uno sentir que
Maupassant es obvio y vulgar en comparación. Lo extraño, lo terrible del
caso, es que, viendo al hombre en sus dos diferentes formas, estos dos
grandes escritores, Maupassant y Chéjov, lo vieron cara a cara. Uno se
contentaba con mirar la carne, mientras el otro, de modo más noble y
sutil, reconocía el espíritu; pero ambos acordaron que la vida era
tediosa e insignificante y que los hombres eran bajos, sin inteligencia y
lamentables.
Esto es muy generoso al
venir de un discípulo de Maupassant, y el elogio a su maestro nunca es
exagerado. “Los cuentos de Maupassant son buenos cuentos. La anécdota es
interesante en forma independiente de la narración, de tal forma que
captarían la atención si se contaran sobre la mesa de la cena, y eso me
parece un gran mérito en verdad.” Los mejores cuentos de Maugham también
son anecdóticos, los mejores son dignos de Maupassant; su falla en
alcanzar realmente el rango de Maupassant es en parte su falla para
ceñirse a la anécdota. Muchos de sus cuentos cortos se extienden en la
región propia de la novela. Tomen por ejemplo “La piscina”, donde la
escena cambia de los Mares del Sur a Escocia y de regreso a los Mares
del Sur, donde la acción cubre años, y cuyo tema es el matrimonio entre
un blanco y una mestiza. Y la preferencia de Maupassant por la anécdota
no implica un método que Maugham encuentra muy necesario; el método del
“hilo”, de la primera persona del singular. En su prefacio defiende esa
convención con habilidad, pero la monotonía del método se hace evidente
en el volumen de las obras completas. Uno sólo tiene que recordar cómo
esa convención de la primera persona fue transformada por Conrad, para
darse cuenta de una extraña limitación en el interés de Maugham por su
oficio.
El aire de encontrarse
cómodo en un Sion, que desprecia en forma tan correcta y franca, se
pronuncia de algún modo en la defensa que hace de las revistas
populares. Como explica en su prefacio, llegó tarde en su carrera al
cuento corto, ya era conocido como dramaturgo, y no es de sorprender que
sus cuentos hayan sido bien recibidos en las revistas. Su buena fortuna
lo ha cegado a las demandas que las revistas populares hacen a
escritores menos famosos. Cuando señala: “Aún no se ha sabido que un
buen escritor fuera incapaz de dar lo mejor de sí debido a las meras
condiciones bajo las cuales puede ganarse un público para su trabajo”;
él se ha extraviado, pienso yo, por su propio éxito. Escritores que
pertenecen a una escuela menos apreciada que la anecdótica, que dependen
de la revista intelectual para su mercado, son afortunados si pueden
ganar veinte libras por un cuento corto, mientras que el escritor que se
acomoda al gusto de las revistas populares puede ganar diez veces esa
suma. 1 Es raro que la preocupación financiera sea condición para el
mejor trabajo.
3
Kinglake se refirió una
vez a “esa ley casi inmutable que obliga a un hombre con una pluma en la
mano a emitir una y otra vez un sentimiento que no le es propio”, y
comparó a un autor con un campesino francés bajo el viejo régimen,
destinado a realizar una cierta cantidad de trabajo en los caminos
públicos. Yo dudo que otro autor haya hecho –en años recientes– menos
labor en los caminos que Maugham. Digo “en los años recientes” porque,
como él mismo admite en la recapitulación de su vida y su trabajo, 2 él
pasó por la etapa del tutelaje como otros escritores; y el tutelaje de
las personas más improbables, los traductores de la Biblia y Jeremy
Taylor. La etapa duró más en Maugham que en la mayor parte de otros
hombres de igual talento; en el fondo de su trabajo existe una humildad y
una desconfianza en sí mismo con efectos aniquiladores, y sus historias
tan tardías como El velo pintado eran una curiosa mezcla de juicio independiente cuando trataba de acción, y de clichés cuando expresaba emociones.
Un escritor de talento es
el mejor crítico de sí mismo; la habilidad para criticar su propio
trabajo se encuentra inseparablemente unida a su talento: es su talento, y Maugham define sus limitaciones perfectamente:
No parecía suficiente tan
sólo escribir. Yo quería hacer un diseño de mi vida, en el que la
escritura fuera un elemento esencial, pero que incluyese todas las demás
actividades propias de un hombre…Yo tenía muchas deficiencias. Era
pequeño, tenía perseverancia pero poca fuerza física, tartamudeaba, era
tímido, tenía mala salud. No tenía facilidad para los juegos, que
cumplen un gran papel en la vida normal de un inglés, y tenía, ya bien
fuera por esas razones o por naturaleza, no lo sé, un retraimiento
instintivo de los demás que me hacía difícil entablar familiaridad con
ellos… A pesar de que en el curso de los años aprendí a asumir un aire
de afirmación cuando estuve forzado a contactar extraños, nunca me
simpatizó nadie a primera vista. No creo haberme dirigido a alguien que
no conociera en un vagón de ferrocarril o hablar con un compañero de
viaje en un barco a menos que él me hablara primero… Estas son graves
desventajas tanto para el hombre como para el escritor. Tuve que hacer
lo mejor con ellas. Creo que fue lo mejor que pude esperar dadas las
circunstancias y con las muy limitadas facultades que me concedió la
naturaleza.
“No parecía suficiente tan
sólo escribir”, e incluso en este libro personal el escritor es
renuente a comunicar más de lo que pertenece a su escritura; no nos
lleva, como un profesional de la autobiografía, con prontitud comercial,
a la confidencia. Su vida contuvo material para la dramatización, y la
empleó para la ficción. Existe un diseño en su escritura y no nos
alienta a buscar su reverso en la vida: la carrera de hospital (el
diseño público está en Liza de Lamberth); el agente secreto en Ginebra (podemos voltear hacia Ashenden );
el viajero, existen muchos libros. El sentido de privacidad, cualidad
tan rara y atractiva en un autor, se ahonda en las escuetas referencias a
la experiencia en el servicio secreto en Rusia, justo antes de la
Revolución, de la que no encontramos trazas directas en sus cuentos.
En lo que más se aproxima
Maugham a la confidencia es en una creencia religiosa; si usted puede
llamar creencia religiosa al agnosticismo, y el hecho de que en este
asunto se encuentre dispuesto a hablar con extraños marca una pausa. Hay
signos de confusión, contradicciones… indicios de inhibición. De otro
modo uno podría trazar aquí la fuente más profunda de sus limitaciones,
porque el arte creativo parece seguir siendo una función de la mente
religiosa. El agnóstico Maugham se ve forzado a minimizar; el dolor, el
vicio, la importancia de sus prójimos. No puede creer en un Dios que
castigue y por ello no puede creer en la importancia de la acción
humana. “No es difícil –escribe–, perdonar los pecados a la gente”;
suena a caridad, pero puede ser sólo desprecio. En otro pasaje se
refiere con burla comprensible a escritores que son “grandilocuentes
para decir a usted si una prostituta irá o no a la cama con un joven
común”. Ese es un argumento tan viejo como Troilo y Crésida , mas para la mente religiosa del siglo XVI
no existía una cosa como el joven común o un pecado sin importancia;
los escritores creativos de ese tiempo dibujaban a sus personajes
humanos con una claridad que nunca hemos recuperado (para eso tuvimos
que ir a Rusia después), porque estaban alumbrados con el resplandor que
ofrece la guerra. Robe usted a los seres humanos su celestial e
infernal importancia, y habrá robado a sus personajes su individualidad.
(“¿Qué debería hacer una mujer socialista?”). Jamás hemos recordado
tanto a los personajes de Maugham como a su narrador, con su desprecio
por la vida humana, su infeliz honestidad.
Estaba escribiendo en 1934
The Summing-up
Traducción de Rubén Moheno
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